Has logrado, Rafael, lo que parecía imposible en un pueblo donde el machismo es orégano cotidiano que crece silvestre en cada esquina: ser un respetado y admirado peluquero de señoras, sin que nadie coloque talaz
pluma pérfida a tu sensualidad varonil.
Hablar del peluquero Rafael es hablar, como mujer, de la sensibilidad de unas manos adiestradas para crear arte en algo, tan aparentemente vulgar,
como es el cuero cabelludo. Un arte que en ti tiene más mérito al ser, lo siento, ostensiblemente calvo; aunque hay hombres en los que esa debilidad otoñal
supone una irresistible tentación para mujeres que pretendemos descubrirlo todo.
Mantengo de ti, Rafael, la imagen obligada de tus pies cenicientos, cuando nos mantienes cabizbajas manipulando con las tijeras más afiladas de Alcoy y mientras tus manos de ginecólogo, las mismas que tecleteaban el órgano junto al Camilo Sesto de los Botines, recorren sabiamente los
entresijos de mechones rebeldes, finalmente rendidos a la cadencia de tu ritmo.
Y suspiro, Rafael, imaginando cuántas rebeldías secretas podrían amansar tus manos.

La peluquería podría ser como el perdido «llavaor» de un pueblo, pero tú, Llongueras de San Nicolás, no has permitido tal error, porque quizá, pese a esa cara de empollón inofensivo, nos conoces demasiado bien. Y aunque
conversas, hablas, y escuchas, siempre hay en ti algo que nos distancia; geométrico imaginativo, que colaste un ordenador en el negocio familiar cuando muchos exportadores alcoyanos todavía utilizaban contables con manguitos.
A lo largo de muchos años, algo también tremendamente difícil en este patio, has logrado mantenerte en el candelero de un divismo irrenunciable.
Cualquier mujer que se precie, sin importar la condición, aunque sí el
presupuesto, se ve obligada a someterse a tus manos, algo, por otro lado, siempre agradable, especialmente cuando tras el meticuloso peinado nos
dicen: «Ya está, pero un momento que ahora Rafael la despeinará». Y esa es la magia del arte que has importado de cursillos, seminarios y congresos: el toque final de las manos de Rafael. Y sé, en el silencio del secador, que no hay
nada más envidiable entre los varones que la magia de las manos.
Aportas, además, la novedad cíclica en el decorado de la sala y así, con tu constante cambio de decorado, las diapositivas proyectadas y esas notas,
siempre de color, consigues que una se olvide del fix-pray y el tinte para soñar con aventuras imposibles, porque pese a todo, tú sabes tan bien como yo, que una mujer jamás se rendiría a quien semanalmente la contempla en
rulos.
No obstante, para ellos, los machistas silvestres, siempre quedará la duda y en ella, tú, Rafael, eres mi hombre.